miércoles, 28 de noviembre de 2012

jrm


domingo, 4 de mayo de 2008

La chica que miraba al cielo





Nunca supe lo que quería, mucho menos lo que buscaba de mí. Sentados en algún rincón de su universidad, ella ingeniaba segundos a fin de contarme sobre su adolescencia conflictiva. Cada detalle se detenía en sus labios, inmortalizándose en mi cabeza y conjugandose en una dirección que iba directamente proporcional a su sonrisa.

Era lo curioso. Sonreía de aquel mundo en donde sus compañeros parecían girar en una orbita lejana a la suya y en el cual tenia todo el tiempo disponible de conocerse a sí misma. Indagaba sobre sus gustos y proyecciones, buscando modos expresivos fuera de intercambios verbales. Ser ella y no ellos.

“Fue cuando aprendí a pintar”

Y muy bien. Me resulta imposible imaginarla sin ser rodeado de lienzos. Sin la suavidad con la que dibujaba cada objeto “dibujable” Es arte, no me quepa ninguna duda. Es ella representada en un paisaje o un retrato. Su sonrisa, sus llantos. De cierta forma también son sus compañeros, sus burlas a la extrañes de su peinado, a la forma como se dejaba caer sobre el jardín más cercano a la cafetería.

Y, entonces, cuando me contaba sobre ella y me enseñaba sus cuadros, me sentía al lado suyo: tirados y mirando el cielo opaco, pintándolo mentalmente mientras se disfraza el grito ajeno en ritmo inspirador. Y nunca supe a dónde iba porque siempre caía con parsimonia una lágrima de sus mejillas pálidas, golpeando el sweater y disminuyendo el arquear de sus labios. ¿Le gustaba lo que había sido y, por ende, lo que era? Siempre me quedó esa duda, y nunca pude comunicárselo.

Van dos años de su suicidio. Algunos amigos dicen que no pudo soportar la noticia del empeoramiento de su enfermedad, sin embargo, en mí se mantiene la duda de si en realidad esperó un momento así para graficar por completo que éste mundo no la merecía. Que las cosas seguìan girando fuera de ella y que lo mejor era buscarse, radicalmente, un entorno fuera de éste. Pintarse de otra manera.

Ana, desde dónde estés, siempre vas a estar en mi memoria.


sábado, 3 de mayo de 2008

La boca




Fue una de las peores noches aquella de otoño. El tiempo no corría, las luces del alumbrado público se burlaban de mis cortinas golpeándome el rostro y, entre algunos recuerdos audiovisuales y perceptiblemente inútiles, una imagen pareció gritar por un minuto.

Era una boca, gigante, agrandándose aún más ante el pausado tiempo y pareciendo comerme el rostro sin ninguna defensa. No lo sé, en aquel estado cercano al sueño había logrado aceptar esa boca como perteneciente a mi mundo real. Ella estaba ahí, frente a mi ser de materias estructuradas. Estaba ahí, espantándome con su olor a matadero, con la muerte que, vista desde aquel ángulo, parecía inevitable y ya no tan trágica.

Contaba los segundos a modo de despedida. La boca se acercaba y me devoraría a pesar de mi mirada perpleja. Lloré, inútilmente, a orillas de la muerte.

Desperté a las ocho y quince, bañado en sudor. No supe cómo reaccionar, si sonreír o dejar que el dolor me siga afectando. Lo único aparentemente claro de todo era que aquella boca ya no estaba y que volver a vivir con ella sería el martirio más grande que podía imaginar.

Pensé en el hambre.


viernes, 2 de mayo de 2008

El despertar y mi comunicación



Sucede que en el silencio, la voz al fin es inútil. Lo convencional se reduce, los te amo mi amor vuelan hasta explotar en el techo y, entre pequeñas pausas de un intermitente ruido a otro o susurros que se sienten y no se entienden, las risas fingidas ante el típico chiste rompehielo parecen milagrosamente opacarse y concluir dentro del conjunto de variables fuera de acción.

Y es que todo se reduce al simple y puro contacto, al continuo deslizar de piel intercambiado. Yo lo toco y él me toca como comunicándonos fuera de lo limitado de un verbo, alejándonos de convencionalismos finitos. Yo y él, en esencia y sin modelos. Yo y él, libres de palabra.

Luego, entre que él me mire y yo lo cachetee, primeros y últimos besos, o mordiscos en el cuello y caricias tibias en el pecho, algún gesto aparece: inesperado y resistido, pero, pocas veces mentiroso. Alguna sonrisa sorprende luego del beso en el vientre o cierto espasmo golpea ante el contacto de labios con piel sensible.

Entonces se logra una perfección expresiva que puntillea centímetros en mi cuerpo, informándome que él me quiere cerca, jugando con su pelo y olfateándole el cuello.

Pero ,en algún momento, todo debe de acabar. Basta que conjugue gramaticalmente para cambiar automáticamente el entorno. Entonces ya se habla de carros, de voces cerca de la puerta, silbatos de policías y la televisión prendida.


- Me voy
- Ya te fuiste.